Un escritor bohemio, andaba con parsimonia las solitarias calles de su triste mundo, con la mirada apagada, cigarrillo en boca; rodeado en aire ausente pero atento a todo lo que le rodeaba, iba en busca de algo. Quizás, solo quizás…aquellas calles de pavimentos parisinos gastados encerraban un encanto merecedor de poesía, o se ocultaba vida en el baile de las sábanas que se evaporaban al sol; quizás los ladridos de los perros que arañaban el hambre tras los callejones eran una imitación y la forma en la que el cielo concentraba colores sobre los edificios, arte.
Tal vez, solo tal vez… era la vida en sí la que extasiaba hasta el séptimo de sus sentidos, la que hizo que siempre fuera aquel chico extraño que olía colores y veía sonidos. Sí, siempre fue un batracio curioso. Y ya lo decía alguien: “Este peladito no llegará a nada”. Le despabilaba con el cinturón cada vez que el infeliz niño zanganeaba de la mano de los animales, lo cual ocurría demasiado a menudo, y le resultaba la marca de su astucia grabada en la piel durante días hasta que llegaba su abuela y calmaba las lesiones con un dulce abrazo.
Insistió la mitad de su infancia silencioso, tan zambullido en su silencio que llegaron a temer que fuera mudo, o simplemente imbécil. No manifestó palabra alguna hasta los seis años, cuando entró en la cocina una mañana de septiembre, y estacionándose frente a su abuela, abrió los labios y dejó escurrir una palabra que llevaba días haciéndole cosquillas en la lengua: “Micosaurios”. A la pobre mujer, se le cayó al suelo el cuchillo con el que estaba fragmentando la remolacha, no sabía qué endemoniada palabra era esa, ni de donde la había sacado, pero lo llenó de besos mientras él seguía balbuceando sucesos como: abue, te sudan los dientes ó ya han llegado los morroños… y ella lo abrazaba con más fuerza aún, feliz de que el niño hablara, aunque fueran sandeces; púes ya no sería ese inútil el resto de su vida.
Qué metida de pata. Desde aquella mañana no se ha callado. Pasó de ser del niño abatido, al descocado soñador que no concluía de decir tonterías; y cuando finalmente se cansaron todos, ellos de ignorar, él de ser ignorado, empezó a hablarle al papel. Quería sentir entre sus manos cientos de historias, reencarnarse en cientos de miles de personajes, ostentar otras vidas aparte de la suya y atesorarlas en su alma para poder leerlas una y otra vez. Así era como el joven escritor, día tras día desde hacía veintidós años y esclavizado por tan lírica obsesión, se movía con sus huesos en el barrio de Sunshine para darle caza a la caprichosa inspiración; absorbiendo cada detalle con rabia, captando cada cambio de luz con contemplación, rebuscando rostros y escuchando paredes en busca de una historia, la que fuera. Pero jamás alcanzó hacer de la lluvia palabras, ni del espejo una imagen; sus dedos estaban teñidos de tinta, sombreados y cansados de describir la milésima parte de todo lo que veía. Al final siempre volvía a su pequeña habitación con su cuaderno en blanco, los bolsillos vacíos y sopa empapada para cenar.

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(Rec)
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