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Tengo días en los que me siento pequeñita, trajino por la calle y los gigantes pasan a mi lado sin mirarme. Los ladrillos crecen, los árboles descubren el infinito y las blusas me llegan a los pies. El corazón se me sale, por uno de mis ojos y me arde porque los tengo salados, lesiones en los labios de morder la vida. Saben aquel es el momento cuando me apetece, ir corriendo a una playa solitaria para chillarle al mar todo lo que siento, sentarme en la arena, cubrirme con un paraguas y hacer una cueva a prueba de balas, enrollarme para no tener frío, esperar a que pasen las horas y me forren con su ropa. Hacer cola para que la intensidad del amanecer me transmita toda su fuerza y me dibuje en cada color todo lo que siento muy en el fondo, gris, cielo, amarillo, pasto, sol. Que me encandile hasta que deje por un momento de ver, el infinito, la intensidad y ¡zaz!, volver a la vida, salir de mi refugio y caminar de lado a lado llena de ganas. Ganas, de disfrutar en cada amanecer de la música que toca el corazón, de lo que nos llena sin apenas darnos cuenta en esta vida de lo que llevamos dentro. Como me gustaría… arrancarme de los horarios y de los obstáculos que hacen deslucidos mis días. Si pudiera, cada mañana volver a vivir en ese amanecer, para encontrar la respuesta en el fondo, con el perpetuo reflejándose en mi mirada. Se debe morir y renacer cada dos días y descubrir lo que buscamos en el fondo de la taza del desayuno, engancharnos de las horas e ir de un lado a otro pretendiendo que llegamos tarde. Y en algún momento, disiparnos por el cielo desde la ventana del mundo, el único momento en el que nos invade la calma. Pero esa playa desierta…esa playa desierta es todo lo que necesito ahora. Abrazada a mí misma, estrangulada del tiempo, despojándome del peso de la vida.
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(Rec)
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